Narrar es más que una
secuencia semántica, es hallar en esos elementos lingüísticos la proximidad de
nuestra frecuencia interna, es desgranar parte de esa singularidad que nos da
forma. Lo que se dice estuvo flotando primero en nosotros, para transfigurarse
y reflejarse en trazos que son un espejo. Porque existe una conexión intrínseca
entre lo vivido y lo plasmado en el papel, la misma que siente el río con el
subibaja de su corriente. Cada uno de los renglones surge de una vibración
íntima, encuentra y reúne en su cauce pensamientos que no tienen clausura, sino
que se inician fundados en preguntas y confluyen en palabras que intentan
evocar respuestas. La mayoría de las expresiones tienen de fondo la presencia
ancestral de la luna, porque fueron escritas de noche. Tal vez por eso se
nutren de los sentidos, pero se anclan profundo en las emociones, insistiendo
en traducir y poetizar el crudo de su lenguaje. Hubo una voz medular que fue la
de Nicolás García Sáez, quien, desde una correspondencia que circulaba por
diferentes aristas virtuales, tendió su origen y auxilio para que yo creyera
que era posible definir un libro. Ese fue el impulso y la punzada necesaria
para que desde estas orillas se fueran tejiendo y ordenando las letras que, en
su conjunto, componen este discurrir, situado sobre un paisaje que nombra lo
humano, porque incursiona en temas que son sustantivos para nuestra condición
de viajeros. Y en ese tránsito la vida continúa desplegando su pequeño grano de
eternidad, tal como en el hueco de la palma de la mano, dejando siempre espacio
para que ingrese la luz de nuevos relatos.
Olga Barzola, prólogo de la autora