"Nació un 23 de febrero de 1909. Interrumpió
mi siesta con berridos y aspavientos que ni orangután de zoológico en celo
emitiría por razones elementales de corrección y urbanidad...", señala, indignado, Pièrre Pongèuse -farmacéutico
y aforista de origen belga, naturalizado argentino en 1927, tras veinte años de
residencia en el país -“...dormía plácidamente al son del canto de los
pájaros, en la mecedora colgante que un paciente paraguayo me regalara, cuando
se desató esa avalancha de gritos infrahumanos provenientes de la casucha
vecina, habitada por los Bustos. Recuerdo que algún familiar, o
amigo, de éstos vociferaba a quienes quisieran escucharle -no era
mi caso-:... ¡Es un varón, carajo...! Indignado, anoté en mi diario
personal (que presenta como prueba) la fecha precisa para
enviarles algún veneno de regalo en cada onomástico, pero diez días más tarde
se mudaron de barrio, gracias a San Eufrasio que siempre cumple. Adoro a los niños,
pero no soporto la grosería de festejar a grito pelado el nacimiento de quien
podría llegar a ser considerado un peligroso criminal el día de mañana”. “Hay
que ser mesurados –lee de su diario de notas-, en las dulces
mieles de la alegría presente, para no ahogarnos en la amargura de
su rancio acíbar en el futuro”; y agrega: “este aforismo
surgió ese 23 de febrero... y aquí quedó consignado... (Doy fe) ¿Ve,
señorita...?”
-¿Fue aquí mismo...? ¿En esa casa contigua a la
suya, el alumbramiento...?
-No. En ese entonces yo vivía en Goya, Corrientes.
-¿Alberto Carlos Bustos, nació en Goya...? ¿En la
provincia de Corrientes...?
-¿Qué le estoy diciendo...?. Ese energúmeno nació
un 23 de febrero de 1929, a la sagrada hora de la siesta, en Goya, Corrientes.
Lea, lea usted misma-, y me tiende
una vez más esa vieja libretita, pulcra como pocas he visto, en la
que se describe lo antes narrado:
“... Interrumpió mi siesta un desgraciado acontecimiento...
etc. etc. etc.".
(“El Lagarto” Nº 27.
Septiembre/Octubre.1936)
El testimonio que brindaré a continuación, gracias
al periodista y escritor japonés y también biógrafo de Bustos (que también dejó
su huella en la tierra del Sol Naciente), Nigari Gómez Michiua, lo protagoniza
quien fuera -según antecedentes a ampliar en futuras entregas-, el gran amigo
de la infancia y primera adolescencia del Bustos que nos ocupa: José “Pep”
Martell (Sic).
-“Alberto no nació, ni vivió, ni murió.
Fue el producto más acabado de mi imaginación. Yo, le di la vida. Tanta como a
sus escritos, pinturas, esculturas y música. En su nombre actué, compuse,
dirigí. Tal fue mi vehemencia creadora. Pero, una tarde del desleal otoño de
1933, estando absolutamente solo en casa, un dolor punzante en mi
costado izquierdo comenzó a paralizar mis miembros. “Voy a infartar, pensé”. El
dolor se agudizaba, tan insoportable era que creo haber perdido el conocimiento
dos o tres segundos, los suficientes para notar como, de mi
costilla, la más cercana al corazón, se desprendía un “algo”, que, al poco
tomaba forma humana. –“Yo soy...”- no necesitaba que dijera más- “¡Alberto!”,
grité presa de una felicidad maternal inaudita, ¡Fruto de mis adentros! ¡Hijo
mío”!... Quise abrazarle, llorar sobre esos hombros mis lágrimas
parturientas. Pero no. Me lo impidió con gestos de rechazo, de asco,
de repulsión... ¡A mí... su paridor! Luego, invocando un supuesto libre albedrío
propio de la condición humana, ese “algo” por mí creado que era una notoria
presencia, musitó: -"Ya no te necesito, Pep. Ya soy carne y espíritu;
forma y contenido; voz y voto. Mi existencia excede tu capacidad creadora.
Ahora soy. Sin vos, Pep Martell. Soy para mí.". Imagine usted mi
desconcierto... tamaña ingratitud sólo es mensurable remontándonos a la de Adán
ante Dios mismo. Le hablé con medidas y firmes palabras; le recordé su
pertenencia y deber para conmigo; le supliqué balbuciente, en un arrebato de
amor que tan sólo un progenitor podría entender. Se mantuvo frío y distante.
Ese no era mi Alberto Carlos. En fin: tras una discusión que soy incapaz de
reproducir por absurda e intolerable, le amenacé con un viejo trabuco de mi
padre. Sus ojos vibraron en lágrimas -falsas, por supuesto- me dio
la espalda y enfiló hacia la puerta de calle. Al atravesar el salón comedor
-lugar espacioso y cálido, el engendro, que cobraba vuelo propio ignorando mis
derechos de autor, sagrados derechos si los hubiera o hubiese-, amartillé y percutí.
Giró, incólume, fijó sus ojos llorosos en los míos, y repitió…“-Sin vos,
Pep... Ahora soy para mí...”-, giró, y sin un solo rasguño ni el
menor remordimiento se marchó. Había parido un inmortal. Maldito, pero
inmortal. Me desmayé. Es mi último recuerdo. Hace años fui recluido en este
recinto al que algunos idiotas llaman manicomio y otros, tan imbéciles como los
primeros, asilo. Nadie presta interés a mis palabras, aunque sean verdades
ineluctables: ¡he sido víctima de un deshecho de mi imaginación que hoy es
historia viva!, ¿entiende? ¿Cómo legitimar autoría sin constancia...?. ¿Usted
es biógrafo...? ¿Podría transcribir lo que de esta boca
escuchó...? Le ofrezco lo que pida. Mi fortuna es incalculable.
Podría pasar veinte siglos costeando los gastos de este lugar y
sobrarme para otros dos milenios.... ¿Me cree...? Desciendo indirecta, aunque
directamente de los duques de Baviera..."***
(“El Hipocampo”. Enero 7
al 14. 1960. Nº 15.)
*** Hasta aquí, fragmentos de una miscelánea que
desarrollaré en siguientes informes, dada la relación existente entre Bustos y
Pep Martell. ¿Personaje uno...? ¿Su autor el otro...?
Acaso mi juventud
haya sido un tanto extraña.
Ya entonces solía huir,
inventándome otros mundos,
en la fe de conocerme...
Cuando por fin regresaba
de algún viaje imaginario,
era una gran diversión
escuchar las opiniones
de la adusta y sabia ciencia
de los llamados mayores,
sobre mis “largas ausencias",
o mis "estados letárgicos"...
Mientras yo no hacía más
que lo que correspondía
a un impulso natural
-que, más tarde o más temprano,
seguían todos los seres-,
los adultos me juzgaban
viviendo “la edad del pavo"...
Agosto del veintidós:
Escucho murmullos... Ecos...
Y esa voz sin tiempo, dice:
- "Así es el juego, en esencia...
Así en el adentro nuestro...
Así también el afuera..."-
Agosto del cuarenta y dos:
Estoy cumpliendo mi parte.
Robando de los bolsillos
del alma de mis edades
millones de soledades,
incontables frustraciones,
traumas, equivocaciones...
¿Será el camino del hombre
nacer, crecer, dividirse,
para volver a juntarse...?
¿Qué truco es ese...?
¿Qué juego...?
¿Quién lo gana...?
¿Quién lo pierde...?
¿Quién lo ordena...?
Agosto del treinta y dos:
La vida es un gran tablero
bajo piezas que se mueven
sobre mosaicos dispuestos
con sagaz analogía:
dieciséis formas son blancas.
-tantas son como las negras-;
¿el juego transcurriría
de existir sólo las blancas?
Sin oponentes no hay juego.
No hay juego sin complementos.
Ocho peones por bando
-que parecen lo que son-,
hacen el trabajo ingrato
de intercambio, de limpieza,
de sacrificio, de lucha...
Tras esos cuantos peones,
el "alto mando" medita
técnicas de represión,
de expansión y de conquista...
Alfiles, torres, caballos,
se desplazan protegidos
por la turba de vanguardia.
Son, a su vez, atacados,
boicoteados, resistidos...
Saltan, corren y se esconden,
para volver a saltar
sobre algún desprevenido.
Hay también reinas y reyes.
Ellas son las de temer.
Ellos mantienen su esquema
de elegidos por los dioses
para reinar en la guerra
porque en el juego no hay paz,
y hasta verse acorralados,
se limitan a la espera.
Sostengo con los peones
mi primera conversación...
-¿Por qué esa arbitrariedad...?
¿Por qué tantos se exterminan
por cuidar a algunos pocos...? -
Uno al turno me responde:
-"Así es el juego en esencia...
Así en el adentro nuestro...
Así también el afuera..."-
Agosto del veintidós
se me impone en la memoria...
Me topo con los alfiles
y repito mis preguntas...:
-¿Por qué peones y reyes...?
¿Por qué tantas diferencias...?
¿Quién adjudica los roles...?
¿Por qué no rompen las reglas
que impiden equidistar...? -
-"Así es el juego en esencia...
Así en el adentro nuestro...
Así también el afuera...
Reinas, torres y caballos
son de la misma opinión...
-"¡Luego... luego le contesto...!"-
(del rey negro es la respuesta)…
-"¿Luego, de qué...?"-, le pregunto
-"De que acabe con el blanco"-
-"¿Y si el que triunfa es el blanco...?"-
-"Indáguelo, pues, a él..."-
Desbordado de impaciencias,
a un costado del tablero,
observo lo que sucede...
Acumulo cuestionarios
de incógnitas de la vida
que, después de la contienda,
despejará el vencedor.
Me siento a esperar. Espero...
De ahí en más, todo tembló.
Fue una larga sucesión
de ataques y de defensas,
de marchas y contramarchas,
en medio del cruel silencio
que impone la inteligencia...
La batalla se hace historia
y el ejercicio final
es la quietud de los bandos
y la mejor posición
determina el ganador...
¿Importa quienes mataron...?
¿Importa quienes murieron...?
¿O importa sólo el espacio
que consagraron al juego...?
Puede ser que importe todo...
Me deslizo en el tablero...
El rey blanco se ha rendido
y me dispongo a indagar
al rey negro, que, triunfante,
mantiene el rostro de antes,
indiferente... inmutable...
-"Así es el juego en esencia...
Así en el adentro nuestro...
Así también el afuera..."
Observé, desconcertado,
que no existía otra pieza
en el orden de apariencia
que pudiera contestar
los "por qué" de mis dilemas...
Una sombra se proyecta
sobre mi mente aturdida...
Y en ella veo a unas manos
ordenando nuevamente
las piezas para iniciar
lo que nunca se termina;
y descubrí al jugador
que desplazaba esas piezas...
Hacia él me dirigí
y otra vez esa sentencia:
-"Así es el juego en esencia...
Así en el adentro nuestro...
Así también el afuera..."-
Presentí que mi equilibrio
se estaba comprometiendo.
El hombre se limitaba
a un porqué sin pretensiones
que mi ignorar de la vida
quería dimensionar...
Me sentía apabullado...
Miré su cara otra vez,
y me pareció observar
que mutaba hasta el marfil
de una pieza de ajedrez...
Quiero ser claro...: era un rey....
un rey blanco, en un tablero...
Miré hacia arriba... hacia abajo...
también hacia los costados...
y descubrí las cuadrículas...
y descubrí a los peones...
a alfiles, torres, caballos,
y a las reinas, y al rey negro,
y observé que ese tablero
se ponía en movimiento,
porque, de arriba, una mano
que su sombra proyectaba,
ordenaba a los nombrados
para iniciar la partida.
Y, tras la mano, otro hombre,
que era el dueño de esa mano
y que mutaba al marfil
de una pieza de ajedrez...
Y así millones de veces...
Y así, miles de millones
de otros hombres y otras manos
Y otros. Y otras. Y otras. Y otros...
Todos los hombres peones.
Y, todos, reyes y reinas.
Todos alfiles; caballos;
y torres blancas y negras;
que se apoyan; que se cuidan;
que se chocan; que se entregan;
que someten; que se atacan;
que se anulan; que se matan;
y que rezan la oración
del llamado "juego ciencia":
-"Así es el juego en esencia...
Así en el adentro nuestro...
Así también el afuera..."-
Los murmullos se diluyen...
El ritmo se hace poema...
Agosto del cuarenta y dos:
"Voy a aprender a ordenar
la materia que me forma
para recomenzar el juego
cuanto sea necesario.
Seré blanco. Seré negro.
Seré tanto como sea.
Torre. Alfil. Seré caballo.
Seré peón. Seré reina.
Seré mi rey. Seré el juego.
En este instante dispongo
mis piezas sobre el tablero.
Una mano aprisiona mi cabeza
y me desliza...
“De todos los juegos, el juego”. Alberto Carlos Bustos. Buenos
Aires. Agostos de 1922/32/42.
NOTA
DEL AUTOR (12 O 13, PRESUPONGO), EN FORMA DE PREGUNTA QUE
-TAMBIÉN PRESUPONGO-, TODAS Y TODOS DEBEN ESTAR HACIÉNDOSE: ¿A qué llamará
Bustos “ritmo que se hace poema”?. RESPUESTA: a un poema cuya estructura es una
única posible basada en el ritmo sostenido y el crescendo que aporta desde el
comienzo hasta su desenlace. Recuerden que Bustos escribía no para ser leído
sino para ser dicho. Aunque ustedes no deberían tener que recordar nada porque,
¿qué saben de Bustos más allá de lo que yo les cuento aquí, que es más que
incierto, no?... En fin. Ésta Nota del Autor, pueden saltársela u obviarla
y/u olvidarla. (¡Qué bien puesto ese y/u en nombre de la lengua que
nos parió!)