Nada teñía su belleza ni agotaba mi asombro. Sólo
a intervalos, su afecto me extraviaba, desconfiaba de algunos de sus halagos,
aunque sus palabras tenían una alquimia tal que parecían un conjuro. Cuando
caminábamos por el Parque Urquiza se conmovía con los chivatos florecidos de
fuego, o se dejaba guiñar el ojo con los modestos ibira pita, que parecían
prenderse cautelosos de las barrancas perdidas del Paraná. En contacto con la
naturaleza era feliz. Siempre decía que el silencio tenía sentido en estos
lugares.