Las
mascotas desaparecían. Nosotros aún conservábamos a Borys, un
hermoso perro pastor alemán. Nuestro afecto por él iba más allá de lo usual,
por lo que mi madre se negaba a sacrificarlo. No obstante, la conducta del
animal había cambiado en los últimos días, y eso me alarmaba.
Vivíamos
en el centro de la aldea, papá viajaba una vez por semana al pueblo colindante,
para buscar alimentos, a veces la suerte lo favorecía, y lograba cazar tres o
cuatro ratas. Sin embargo, nunca eran suficientes.
Mamá
estaba flaca, cada día la piel parecía pegársele más a los huesos; lo poco que
había para comer lo destinaba a nuestros pequeños estómagos. A mí me tocaba una
porción más grande porque era el mayor, tenía siete años. Mi hermano, en
cambio, recibía lo mínimo; su cuerpo era pequeño y apenas gateaba. Mi padre se
marchó esa mañana y las instrucciones fueron muy claras:
—No
salgan. Se quedan en casa hasta que regrese, y no suelten al perro. ¿Entendido?
Mami
y yo asentimos con la cabeza. Sin embargo, ese mismo día, la sed nos jugó una
mala pasada. Se había acabado el agua de las botellas y el pozo más cercano
estaba lejos, muy lejos. Mamá colocó los recipientes boca abajo, y logró
recolectar algunas gotas. Me mojé los labios. ¡Qué felicidad! ¡Qué frescura! Era
supremo. No obstante, el éxtasis duró poco. Al instante volví a sentir los
labios secos, resquebrajados. Y lloré. Unas pocas lágrimas se deslizaron por
mis mejillas y alcanzaron mi boca, me sentí aliviado, otra vez la frescura,
pero las gotas saladas acrecentaron aún más mi sed. Por otra parte, el estómago
me dolía, mucho, mucho, mucho. Mamá me miraba desesperada, y también lloraba
mientras sostenía en sus brazos a Andrei. No lo pensó un minuto más, buscó un
bidón y salimos hacia el pozo de agua.