Yo sostenía la correa de Borys, e iba de la mano de mami. Andrei me miraba desde lo alto, su cabeza estaba apoyada en el hombro de nuestra madre. Recuerdo que me sonrió, o por lo menos eso pensé; ninguno de nosotros contábamos con las fuerzas necesarias para desperdiciar energía en gesticulaciones. Caminamos unos veinte metros en silencio, hasta que nuestro perro ladró. Los vecinos se alertaron y salieron de sus casas.
Apuramos la marcha. Nos seguían; cada vez se sumaban más, y cada vez más cerca. Volteé mi cabeza. Eran hombres y mujeres, sostenían palos y piedras. También había algunos niños.
—¡Vamos, vamos! —dijo mamá—, camina más rápido.
Me asusté. Y fui consciente de nuestra peligrosa situación; hasta olvidé que tenía sed. Estaba aterrorizado. Seguimos caminando rápido mientras los vapores hediondos nos abrazaban y el tumulto de gente nos perseguía, apurando el paso; los teníamos a escasa distancia. Mamá me tomó de la mano, fuerte, muy fuerte. Y aguijoneada por la desesperación me ordenó:
—Suelta a Borys.
—¡Mamá! —protesté y seguí sosteniendo la correa.
—Suelta a Borys.
—¡No! —grité con dificultad, tenía la garganta realmente seca.
Mamá me quitó la correa de la mano y soltó al perro. Al instante, la gente se abalanzó sobre mi amado Borys. Apuramos otra vez la marcha, mi madre lloraba y me arrastraba de la mano para evitar que observara lo que sucedía. Jamás olvidaré la intensa angustia de terror que experimenté. Sin saber en ese momento que lo peor aún nos aguardaba. A lo lejos se oían los gritos de júbilo, y escuché el último quejido de Borys.