El miedo y el terror me paralizaron por un
instante. Hasta que comprendí la gravedad de las circunstancias y eché a
correr, sacando energía de la propia desesperación. En el mismo segundo mamá
abrazó fuerte a Andrei e hizo lo mismo. Pero los hombres la alcanzaron,
arrancándole de sus brazos a mi hermano. Escuché los gritos y me detuve.
Me escondí entre los pastizales, entregándome a la más sombría
contemplación. Mamá gritó. Imploró clemencia. A cambio de sus súplicas recibió
golpes. Quedó tumbada y, a lo lejos, su rostro me pareció pálido, como la
muerte misma. Jamás logré borrar de mi memoria la escena que siguió. Lo vi
todo. Vi la fogata y lo indecible. La más espantosa de las muertes.Me sentí
culpable, impotente, pero ¿qué podía hacer con solo siete años y en el estado
en que me encontraba? Sin embargo, lo imperdonable fue aquel pensamiento fugaz,
y la reacción de mi organismo. El olor a carne quemada se esparció por el aire,
impregnando mis fosas nasales. Y al instante sentí que brotaba saliva de mi boca,
a la vez que los jugos gástricos se preparaban. Un pensamiento, tan fugaz, tan
espeluznante que no soy capaz de transcribirlo. Había aguantado hasta donde la
naturaleza humana logra resistir. Escondí la cabeza entre mis manos y lloré con
la más profunda desesperación.